Picotea sus ojos de sal,
el ave de piedra,
entierra el pico y desprende,
la flor-prestada de mi felicidad.
Oh, Señor,
mi corazón se ha detenido,
humilde y rencoroso,
en el umbral de mi destino.
He dudado en seguirte,
lo confieso.
Tú lo sabías,
ella incendiaba, cantando,
muralla por muralla,
los fortines invencibles
de mi torre Soledad.
Ella detenía, con la carne
humedecida de sus labios
blasfemias, imprecaciones
que anhelaba pronunciar.
Señor,
que horrible quemazón
de la sal en las pupilas,
cómo un castigo eterno,
me acorrala su recuerdo.
Huíamos del fuego,
detrás del destello,
y de pronto,
ardiste el paraíso
con un golpe de puño.
Cuánto la extraño,
cuánto.
Sus ojos serenos,
la miel derramada
en sus muslos de arena.
Oh, Señor!
Te ofrezco, cansado,
mi corazón de cordero,
mi tierra prometida,
la nube que anhelo.
¡Vuelve a mi, tus ojos!
tu alud de silencio
tu furia del templo.
¡conviérteme en sal!
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